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La revuelta infinita de Leopoldo Ayala

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En el Homenaje Metropolitano 2012 al poeta Leopoldo Ayala


Por Adriana Tafoya


“La violencia no proviene de las masas: en ellas es un derecho, una situación en que se las coloca, una necesidad revolucionaria, un intento —el más profundo— de romper el cerco. La violencia viene siempre del Estado, de los círculos del Poder. El Estado no es otra cosa que una forma organizada de la violencia”, José Revueltas. Noviembre de 1971, México.
Leopoldo Ayala nace en la Ciudad de México en 1939, poeta de obra vasta, que ha tenido gracias a ella diversos reconocimientos, entre estos, una de las menciones honoríficas en el Premio Olímpico de Poesía, México, 1968, junto con Horacio Espinoza Altamirano, Jaime Labastida, Raúl Leyva y Eduardo Lizalde, por mencionar algunos, convocado por la Comunidad Latinoamericana de Escritores y por Ecuador 0° 0° 0°, revista de poesía universal, dirigida por Alejandro Finisterre. Un año antes, apareció reunido con los poetas Raúl Garduño, José Carlos Becerra y Alejandro Aura, en un libro valiosísimo, Poesía joven de México, editado por Siglo XXI. Menciono esto, porque es la época al filo del movimiento del 68, que marcaría un antes y un después, no sólo para Leopoldo Ayala, sino para todo México.
Ayala es un digno exponente de la poesía, digámoslo así, épica popular revolucionaria. Junto con Efraín Huerta, Pedro Garfias, Miguel Hernández, Alberti, Lorca y León Felipe, como también Cardenal, Neruda, Benedetti, Castillo, Guillén, Vallejo y Enrique González Rojo Arthur. Poetas de gran envergadura, que han entregado su lirismo a esta épica popular, tan valiosa por su conexión con la gran problemática política de sus países. Este género poético es el mayor aliado para las comunidades, por su cercanía, su recuento, y su consigna para la conciencia civil. Este homenaje que se organiza para el poeta Leopoldo Ayala, no es en realidad un evento político, sino un homenaje a la poesía revolucionaria, porque esta es una herramienta de poder y entrega para los hombres y las mujeres de la gran patria que es la humanidad. A Leopoldo Ayala, se le ha estereotipado como un poeta de consignas y de panfletos para mítines, porque para las élites en el poder, la poesía en su sentido más purista, es para la poesía. Apenas en palabras de Eduardo Langagne (director de la Fundación para las Letras Mexicanas y uno de los formadores de los nuevos valores de la poesía nacional), cuando se le preguntó por el estado de la poesía social en un encuentro de escritores en Guadalajara, se refirió a la poesía de Leopoldo como “un cúmulo de panfletos y de protestas de bajo registro”, ya que la poesía según Langagne “debe trascender su tiempo, y no quedarse estancada en un tiempo social”. Esta percepción de Langagne, Ibán de León la deja más clara (en la revista religiosa-literaria Conspiratio) cuando apunta que la labor del poeta es, según Langagne “labor meticulosa y pulcra, se desarrolla, lo mismo que su vida, paso a paso, sin precipitaciones”, y por otra parte es el avance ilimitado del Poder Iluminador, que en versos del mismo Langagne apunta, es “la única manera de que el mundo alcance una extensión ilimitada”.
Esta percepción expansionista de Langagne nos habla claramente de porqué menosprecia lo que representa la poesía social de Leopoldo Ayala, que al contrario del bardo de Estado, no vive en la placidez, en la pulcritud del cuarto aseado por la mucama del futuro, sino que se mancha las manos con la dificultad del presente, y se involucra a fondo en la lucha del hoy desfigurado por los que quieren ocupar al pueblo (o sea, a nosotros) sólo como masa para componer un futuro prometedor, evidentemente, sólo para los mismos que lo componen (o sea, ellos). Por algo González Rojo apunta en Reflexiones sobre la poesía: “en la polémica del arte por el arte versus el arte social, mis ideas de entonces coinciden, aunque en manifestación larvaria y elemental, con las que sostengo ahora. Entonces decía, y hoy lo repito, que en general el arte por el arte le hacía falta lo social, y que al arte social le hacía falta el arte por el arte. O sea que una interpretación limitada y mezquina de la concepción del arte por el arte deshumanizaba la obra poética, la convertía en adorno, y la rebajaba al grado de mero juguete de la inteligencia y la sensibilidad. Y lo mismo con el arte social: una interpretación dogmática y vulgarmente utilitarista lo transformaba en panfleto, proclama, poesía de tesis. Aunque parezca contradictorio, estaba a favor de un arte por el arte de carácter social. Es decir: un arte realizado con gran respeto y exaltación por lo intrínsecamente artístico, pero sin inmolar el contenido y sin dejar al significante —ausente de significado— en la masturbación de un infecundo esteticismo”.
Esta reflexión de González Rojo nos deja de frente a la poesía de Leopoldo Ayala. Nos hace escucharla no sólo con la fuerza de la voz del pueblo en lucha, sino con la belleza de la poética intrínseca en la guerra minuciosa de los que resisten al embate de lo aparente. Ayala nos exalta y demuestra esta poética en Escribe un poema: “Cómo escribir no un poema sino una sucesión de líneas, cuando hay que preparar una huida, o entregar el dinero o la ropa o la comida, detrás de la esperanza (…) ¡Carajo, digo yo, cómo detener el trabajo de todo, cómo desocupar la mano y la consciencia, para poder escribir enteramente, un poema!”. Y en el poema Réquiem por la tumba de un cuerpo, Ayala nos dice: “(Una vez una mujer bella me dijo qué cómo escribí aquel grito que oyó en un poema. Yo le dije que estoy enfermo y la garganta a veces se me cierra, se supura, me ahoga, y el grito se me sale por los dedos)”. El poeta es consciente de esta reflexión sobre la poesía, su estética y su responsabilidad social. Porque la poesía es también responsabilidad social (aunque luego se olvide). A fin de cuentas, Rosario Ibarra de Piedra, sin ser poeta conoce esta lógica, cuando escribe en las primeras páginas del libro Yo acuso (obra reunida de Leopoldo Ayala): “si no fuera tan triste, me daría risa la actitud de los puristas. Ellos suelen decir que el arte debe ser eso sólo: arte límpido, puro, transparente. Se olvidan entonces de Beethoven y de Verdi, de Velázquez y de Goya. De Shakespeare y de Walt Whitman… de César Vallejo (…) en fin, de arte que sabe lo que quiere y conoce el camino a seguir para llegar a ello”.
Es por esto que no debemos olvidarnos de Leopoldo Ayala. De su poesía. Ya que su trabajo es sustancial para la épica de nuestro país, como lo fue Homero para todo Occidente. En este sentido, Ayala reasume la posibilidad de un comienzo distinto, pues hace épica de una realidad mexicana, que aunque emparentada con la historia universal en la lucha por obtener el poder, son sus protagonistas diferentes, otros, con lenguas ajenas a las del bardo griego, a las del Cid Campeador, y lo leemos en poemas dedicados al movimiento del 68, en el poema 10 de Corpus, Primera marcha y Ni una muerta más, por mencionar algunos de los más poderosos y conmovedores.
Imaginemos que dentro de tres siglos, un lector encuentra un libro de Leopoldo Ayala. ¿Cómo interpretará esta poesía contestataria el habitante de esos tiempos? ¿Qué significará para él, una consigna de otra época? ¿Qué nuevo significado tendrá el lenguaje, qué nueva variante en la mente del lector decodificará la palabra mitin, o huelga, o resistencia? ¿Con qué oídos escuchará este lamento del siglo XX, siglo XXI? ¿Será grito una palabra en desuso? ¿Habrá pasado para entonces, la injusticia, de moda?
Leopoldo Ayala nos entrega una lírica social no menos estética que su épica. Y no menos conmovedora para estar en las memorias de la poesía mexicana, o encontrarse en los mil poemas mexicanos en el papel de la Revolución. Por eso el poeta Leopoldo Ayala nos recuerda en cada verso, en cada poema, que no hay postrevolución, porque la revolución nunca se acaba.





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